el cine que nos dejó 2016

Además de El porvenir, a la cual me referí un par de entradas más abajo, el año recién pasado trajo un puñado de muy buenas películas a la cartelera madrileña. Me refiero, al menos, a películas de temática adulta y estilo -digamos- realista. Acá un repaso a algunas de las que más me gustaron:

Paterson
Película atípica pues no tiene un conflicto propiamente tal, sino que está construida a partir de una serie de variaciones -como si se tratase de una pieza musical más que narrativa- sobre la cotidianidad de un personaje a lo largo de una semana. Paterson, interpretado por el gran Adam Driver, conduce un autobús en una pequeña y anodina ciudad estadounidense llamada igual que él. En sus pocos ratos libres, escribe poemas en un cuaderno de notas. Al llegar a casa comparte con su pareja las ocurrencias decorativas, culinarias o artísticas que ella ha tenido durante el día. Después saca a pasear al perro y se pasa al bar habitual a beber una cerveza con los parroquianos de siempre. Vuelve a casa. Su chica y él se acuestan, se ve que  se quieren, se respetan y se complementan cada uno en sus diferencias. La rutina diaria de Paterson, en fin, es apenas alterada por pequeños detalles, el tipo de detalles que, por cierto, componen los versos que escribe. Nada de ambiciones de grandeza o de cambiar de vida, como si en lo profundo tanto él como su pareja entendieran que la vida está hecha de esos detalles y que es allí donde cabe buscar la belleza y el sentido. Ya lo decía Nabokov: «Tanto en la ciencias puras como en el arte, el detalle lo es todo». Para mí, el mejor largometraje -de lejos- de Jim Jarmusch.

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La muerte de Luis XIV
Del catalán Albert Serra. Otra película donde la clave está en los detalles. Si bien ésta sí tiene un conflicto, el desenlace es lo de menos pues desde el título ya sabemos que el antiguo rey de Francia muere. Liberado de la obligación de mostrar una cierta tensión argumental, Serra se concentra en los gestos despóticos aunque agónicos del monarca que interpreta el actor emblema de la nouvelle vague Jean Pierre Léaud (curiosa pero, a fin de cuentas, muy acertada elección), en el estudio de las costumbres de la época, en los cambios que comienzan a insinuarse en el terreno humanista -la preeminencia de la razón sobre la superchería- y en los roles sociales y políticos que encarnan los personajes que rodeaban al ‘Rey Sol’, llamado así por el enorme poderío que tenía sobre sus vastos territorios, aunque tan impotente como cualquiera, según vemos, a la hora de fallarle la salud. Y todo apenas sin sacar la cámara de la habitación donde éste yace. Pura fascinación e hipnosis cinematográfica de carácter histórico.

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La academia de las musas
Otro catalán, José Luis Guerín, que se tomó a principios de 2016 literalmente la palabra a través de unos personajes que casi no dejan de hablar durante una hora y media, especialmente sobre literatura, libros y amor. Un profesor de filología suelta a sus alumnas sus teorías sobre la creación poética, las musas, los sonetos y su influencia en el mundo, y también pone en práctica estas teorías con algunas de ellas. ¿Qué hay detrás de las muchas palabras vertidas aquí? Una suerte de melodrama que, sin embargo, no cae en lo melodramático, una suerte de documental con no actores -el profesor es un profesor y las alumnas son alumnas- que, sin embargo, es una ficción. Algo así como el reverso de su anterior película En la ciudad de Silvia (2007), donde Guerín eludió los diálogos para mostrar más o menos lo mismo: la pasión amorosa, solo que acá vemos y escuchamos el movimiento del pensamiento de unos personajes que al mismo tiempo se esconden y se ponen en evidencia al usar las palabras; en ello radica su poder. Pero importa cómo están mostradas estas palabras: las del profesor en el aula frente a sus alumnas (el espacio público, digamos), directamente. Y las del profesor fuera del aula en diálogo con sus alumnas o su mujer (el espacio privado, digamos) ya sea dentro de un coche, en un restaurante o en una habitación, a través de un vidrio o de ventanas que reflejan el entorno, un fuera de campo infiltrado pero discreto que se mezcla y se funde con este profesor, con estas alumnas, con cada espectador, de cierto modo, para al final cubrirse todo de una lluvia capaz de silenciar todas, cualquier palabra.

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Little men
Película narrativa y con argumento: a la muerte de un abuelo que apenas conocía, un chico de trece años, Jake, se muda con sus padres desde Manhattan al piso que heredan en Brooklyn. Madre psicoterapeuta, padre actor pero no famoso. El chico tiende al arte, al dibujo. Nada más llegar a su nuevo barrio, a su nuevo hogar, conoce a otro chico de su edad, hijo de una mujer que desde hace años le alquilaba el local de la planta baja al abuelo fallecido del primero. Los muchachos se hacen amigos en tanto que sus respectivos padres comienzan un litigio económico relativo al valor de las propiedades que pertenecían al abuelo. A partir de este conflicto el director de la película, Ira Sachs, descubre las contradicciones que aguardan a casi todos los adultos en una ciudad como Nueva York o casi cualquier otra donde el dinero opera como piedra de tope moral, por muy buenas intenciones y buenas personas que se crean unos y otros. Y lo que comienza como una película de amistad entre chiquillos, acaba como un tratado ético, una suerte de blidungsroman, sobre el destino al cual se arroja a unos niños que no tienen la culpa de vivir entre caníbales, pese a que -a fin de cuentas- se tengan a sí mismos y al arte como aliado para redimir las miserias de este mundo.

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Theo & Hugo, Paris 5:59
El amor como enfermedad, como algo que se contagia, te abarca y al mismo tiempo que te debilita, te cambia y hasta puede que te fortalezca. La película arranca con una secuencia de veinte minutos en un club gay, en un cuarto oscuro, donde una veintena de hombres se entregan a una más que explícita orgía. Este inicio funciona, de alguna manera, como shock, como knock out en el primer round tanto para el espectador como para los protagonistas que, adentro del club, además de sus órganos, orificios y fluidos, cruzan también sus miradas. Afuera es de noche, es París, pero no el París de los reclamos turísticos, sino uno totalmente nuevo (lo cual de entrada no es poco: mostrar un París que no haya sido ya mostrado cientos de veces), porque todo lo que a partir de entonces le ocurre a Theo y a Hugo, de alguna manera, también es totalmente nuevo. Para empezar, un descuido hace que quepa la posibilidad de que uno haya contagiado de VIH al otro. Entonces, surge la desesperación y los reproches aunque apenas a esas alturas sepan el uno del otro algo más que sus respectivos nombres. Y luego, por esas veredas, como si fuesen los protagonistas de Antes del amanecer de Linklater pero en clave gay y sin preciosismos de ninguna clase, surgen las palabras, los gestos. Los sentimientos, la conexión. Porque los directores franceses, Olivier Ducastel y Jacques Martineau, parecen decir que quizás es así como llegan los grandes amores o acontecimientos a nuestras vidas, de golpe y sin aviso, en los sitios menos pensados y bajo la apariencia contraria a la de los cuentos de hadas. Una gran película de amor, a fin de cuentas. Pura intensidad y emociones.

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Frantz
Por último, y casi al filo de este 2016, la más reciente película de Francois Ozon: Frantz. ¿Quién es Frantz? Uno de los muchos soldados muertos durante la Primera Guerra Mundial. Alemán. Sus padres y su prometida, Anna, lo recuerdan sufrientes cada día. Anna le lleva flores a una tumba vacía, pues sus restos están en alguna fosa común en Francia. Un día, aparece Adrien en la pequeña ciudad alemana, un ex soldado francés que, a diferencia de Frantz, sobrevivió, pero que al igual que Anna y los padres de Frantz, tampoco es capaz de olvidarlo. A partir de un equívoco, este misterioso francés alterará las vidas de todos ellos pero, sobre todo, de Anna, quien se erige como protagonista de la historia. Con este argumento, basado en una obra de teatro y también adaptado al cine por Ernst Lubisch en 1931 (quien no podía saber que entonces se avecinaba una segunda guerra), Ozon se pasea por diversos temas: en tiempos obsesionados con la verdad, cuestiona la conveniencia de acceder a ella en determinados casos, la dificultad y la necesidad del perdón, la imposibilidad del olvido, la pugna interior entre rendirse o seguir adelante, los nacionalismos y fanatismos patrióticos que no hacen más que sumar muertos en todos los frentes, el amor y el odio ciegos. Y para ello Ozon echa mano a referentes que combinan el imaginario tanto francés como alemán: algunos encuadres que hacen clara referencia a las pinturas del romántico Caspar David Friedrich y, jugando también un rol clave en el argumento, uno de los cuadros del impresionista Edouard Manet. La música de Chopin, de Tchaikovsky, el inusual pero notable uso del blanco y negro que a ratos pasa al color, terminan por conferirle al conjunto, un estilo impecable, un aire apasionado y envolvente, que emociona y atrapa, que hace de ésta quizá una de las más redondas películas de Ozon, lo que no significa, en todo caso, que sea, para mí gusto al menos, la mejor, pues no posee -por lo mismo: porque todo se cierra a la perfección- demasiado margen para aquellos incognocibles terrenos del alma humana -lo nouménico en términos kantianos- que sí aflora en otras obras suyas menos redondas pero con mayor resonancia como Bajo la arena, La piscina o Joven y bonita.

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